miércoles, 24 de junio de 2020
lunes, 22 de junio de 2020
Historia regional - Clase numero 10
Clase numero 10
Historia regional profesor: Rodríguez María
Anabel
Buenos días espero que se encuentren bien y
traten de ponerse al día con las clases, entiendo que estamos pasando por una situación
difícil pero no falta mucho para volver a las aulas.
En esta ocasión les manifestare brevemente la
organización jurídica hispánica y la los órganos de gobierno metropolitanos en
donde en esta ocasión tendrán ustedes que buscar cuál es su significado, decidí
cambiar la metodología de la clase buscando mayor compromiso.
Los organismos de gobierno hispánicos son el
siguiente
La casa de contratación de las indias en 1503
El consejo de indias en 1517
Los organismos de gobierno metropolitanos
Los cabildos
Los encomenderos
Las audiencias
La gobernación
Los virreinatos
Bueno me despido esperando que respondan y se
comprometan ya saben que tienen una semana para responder les pido que se
cuiden y disfruten la tarea.
jueves, 18 de junio de 2020
EDUCACION FISICA MUJERES
martes, 9 de junio de 2020
LENGUA Y LITERATURA - el cuento fantástico
Tema: el cuento fantástico
La noche boca arriba
Autor: julio Cortázar
(epígrafe) Y salían en ciertas épocas a cazar enemigos;
le llamaban la
guerra florida.
Dejó pasar los ministerios (el rosa,
el blanco) y la serie de comercios con brillantes vitrinas de la calle Central.
Ahora entraba en la parte más agradable del trayecto, el verdadero paseo: una
calle larga, bordeada de árboles, con poco tráfico y amplias villas que dejaban
venir los jardines hasta las aceras, apenas demarcadas por setos bajos. Quizá
algo distraído, pero corriendo por la derecha como correspondía, se dejó llevar
por la tersura, por la leve crispación de ese día apenas empezado. Tal vez su
involuntario relajamiento le impidió prevenir el accidente. Cuando vio que la
mujer parada en la esquina se lanzaba a la calzada a pesar de las luces verdes,
ya era tarde para las soluciones fáciles. Frenó con el pie y con la mano, desviándose
a la izquierda; oyó el grito de la mujer, y junto con el choque perdió la
visión. Fue como dormirse de golpe.
Volvió bruscamente del desmayo.
Cuatro o cinco hombres jóvenes lo estaban sacando de debajo de la moto. Sentía
gusto a sal y sangre, le dolía una rodilla y cuando lo alzaron gritó, porque no
podía soportar la presión en el brazo derecho. Voces que no parecían pertenecer
a las caras suspendidas sobre él, lo alentaban con bromas y seguridades. Su
único alivio fue oír la confirmación de que había estado en su derecho al
cruzar la esquina. Preguntó por la mujer, tratando de dominar la náusea que le
ganaba la garganta. Mientras lo llevaban boca arriba hasta una farmacia
próxima, supo que la causante del accidente no tenía más que rasguños en la pierna.
“Usted la agarró apenas, pero el golpe le hizo saltar la máquina de costado…”;
Opiniones, recuerdos, despacio, éntrenlo de espaldas, así va bien, y alguien
con guardapolvo dándole de beber un trago que lo alivió en la penumbra de una
pequeña farmacia de barrio.
La ambulancia policial llegó a los
cinco minutos, y lo subieron a una camilla blanda donde pudo tenderse a gusto.
Con toda lucidez, pero sabiendo que estaba bajo los efectos de un shock
terrible, dio sus señas al policía que lo acompañaba. El brazo casi no le
dolía; de una cortadura en la ceja goteaba sangre por toda la cara. Una o dos
veces se lamió los labios para beberla. Se sentía bien, era un accidente, mala
suerte; unas semanas quieto y nada más. El vigilante le dijo que la motocicleta
no parecía muy estropeada. “Natural”, dijo él. “Como que me la ligué encima…”
Los dos rieron y el vigilante le dio la mano al llegar al hospital y le deseó
buena suerte. Ya la náusea volvía poco a poco; mientras lo llevaban en una
camilla de ruedas hasta un pabellón del fondo, pasando bajo árboles llenos de
pájaros, cerró los ojos y deseó estar dormido o cloroformado. Pero lo tuvieron
largo rato en una pieza con olor a hospital, llenando una ficha, quitándole la
ropa y vistiéndolo con una camisa grisácea y dura. Le movían cuidadosamente el
brazo, sin que le doliera. Las enfermeras bromeaban todo el tiempo, y si no
hubiera sido por las contracciones del estómago se habría sentido muy bien,
casi contento.
Lo llevaron a la sala de radio, y
veinte minutos después, con la placa todavía húmeda puesta sobre el pecho como
una lápida negra, pasó a la sala de operaciones. Alguien de blanco, alto y
delgado, se le acercó y se puso a mirar la radiografía. Manos de mujer le
acomodaban la cabeza, sintió que lo pasaban de una camilla a otra. El hombre de
blanco se le acercó otra vez, sonriendo, con algo que le brillaba en la mano
derecha. Le palmeó la mejilla e hizo una seña a alguien parado atrás.
Como sueño era curioso porque estaba
lleno de olores y él nunca soñaba olores. Primero un olor a pantano, ya que a
la izquierda de la calzada empezaban las marismas, los tembladerales de donde
no volvía nadie. Pero el olor cesó, y en cambio vino una fragancia compuesta y
oscura como la noche en que se movía huyendo de los aztecas. Y todo era tan
natural, tenía que huir de los aztecas que andaban a caza de hombre, y su única
probabilidad era la de esconderse en lo más denso de la selva, cuidando de no
apartarse de la estrecha calzada que sólo ellos, los motecas, conocían.
Lo que más lo torturaba era el olor,
como si aun en la absoluta aceptación del sueño algo se revelara contra eso que
no era habitual, que hasta entonces no había participado del juego. “Huele a
guerra”, pensó, tocando instintivamente el puñal de piedra atravesado en su ceñidor
de lana tejida. Un sonido inesperado lo hizo agacharse y quedar inmóvil,
temblando. Tener miedo no era extraño, en sus sueños abundaba el miedo. Esperó,
tapado por las ramas de un arbusto y la noche sin estrellas. Muy lejos,
probablemente del otro lado del gran lago, debían estar ardiendo fuegos de
vivac; un resplandor rojizo teñía esa parte del cielo. El sonido no se repitió.
Había sido como una rama quebrada. Tal vez un animal que escapaba como él del
olor a guerra. Se enderezó despacio, venteando. No se oía nada, pero el miedo
seguía allí como el olor, ese incienso dulzón de la guerra florida. Había que
seguir, llegar al corazón de la selva evitando las ciénagas. A tientas,
agachándose a cada instante para tocar el suelo más duro de la calzada, dio algunos
pasos. Hubiera querido echar a correr, pero los tembladerales palpitaban a su
lado. En el sendero en tinieblas, buscó el rumbo. Entonces sintió una bocanada
del olor que más temía, y saltó desesperado hacia adelante.
-Se va a caer de la cama -dijo el
enfermo de la cama de al lado-. No brinque tanto, amigazo.
Abrió los ojos y era de tarde, con el
sol ya bajo en los ventanales de la larga sala. Mientras trataba de sonreír a
su vecino, se despegó casi físicamente de la última visión de la pesadilla. El
brazo, enyesado, colgaba de un aparato con pesas y poleas. Sintió sed, como si
hubiera estado corriendo kilómetros, pero no querían darle mucha agua, apenas
para mojarse los labios y hacer un buche. La fiebre lo iba ganando despacio y
hubiera podido dormirse otra vez, pero saboreaba el placer de quedarse
despierto, entornados los ojos, escuchando el diálogo de los otros enfermos,
respondiendo de cuando en cuando a alguna pregunta. Vio llegar un carrito
blanco que pusieron al lado de su cama, una enfermera rubia le frotó con
alcohol la cara anterior del muslo, y le clavó una gruesa aguja conectada con
un tubo que subía hasta un frasco lleno de líquido opalino. Un médico joven
vino con un aparato de metal y cuero que le ajustó al brazo sano para verificar
alguna cosa. Caía la noche, y la fiebre lo iba arrastrando blandamente a un
estado donde las cosas tenían un relieve como de gemelos de teatro, eran reales
y dulces y a la vez ligeramente repugnantes; como estar viendo una película
aburrida y pensar que sin embargo en la calle es peor; y quedarse.
Vino una taza de maravilloso caldo de
oro oliendo a puerro, a apio, a perejil. Un trocito de pan, más precioso que
todo un banquete, se fue desmigajando poco a poco. El brazo no le dolía nada y
solamente en la ceja, donde lo habían suturado, chirriaba a veces una punzada
caliente y rápida. Cuando los ventanales de enfrente viraron a manchas de un
azul oscuro, pensó que no iba a ser difícil dormirse. Un poco incómodo, de
espaldas, pero al pasarse la lengua por los labios resecos y calientes sintió
el sabor del caldo, y suspiró de felicidad, abandonándose.
Primero fue una confusión, un atraer
hacia sí todas las sensaciones por un instante embotadas o confundidas.
Comprendía que estaba corriendo en plena oscuridad, aunque arriba el cielo
cruzado de copas de árboles era menos negro que el resto. “La calzada”, pensó.
“Me salí de la calzada.” Sus pies se hundían en un colchón de hojas y barro, y
ya no podía dar un paso sin que las ramas de los arbustos le azotaran el torso
y las piernas. Jadeante, sabiéndose acorralado a pesar de la oscuridad y el
silencio, se agachó para escuchar. Tal vez la calzada estaba cerca, con la
primera luz del día iba a verla otra vez. Nada podía ayudarlo ahora a
encontrarla. La mano que sin saberlo él aferraba el mango del puñal, subió como
un escorpión de los pantanos hasta su cuello, donde colgaba el amuleto
protector. Moviendo apenas los labios musitó la plegaria del maíz que trae las
lunas felices, y la súplica a la Muy Alta, a la dispensadora de los bienes
motecas. Pero sentía al mismo tiempo que los tobillos se le estaban hundiendo
despacio en el barro, y la espera en la oscuridad del chaparral desconocido se
le hacía insoportable. La guerra florida había empezado con la luna y llevaba
ya tres días y tres noches. Si conseguía refugiarse en lo profundo de la selva,
abandonando la calzada más allá de la región de las ciénagas, quizá los
guerreros no le siguieran el rastro. Pensó en la cantidad de prisioneros que ya
habrían hecho. Pero la cantidad no contaba, sino el tiempo sagrado. La caza
continuaría hasta que los sacerdotes dieran la señal del regreso. Todo tenía su
número y su fin, y él estaba dentro del tiempo sagrado, del otro lado de los
cazadores.
Oyó los gritos y se enderezó de un
salto, puñal en mano. Como si el cielo se incendiara en el horizonte, vio
antorchas moviéndose entre las ramas, muy cerca. El olor a guerra era
insoportable, y cuando el primer enemigo le saltó al cuello casi sintió placer
en hundirle la hoja de piedra en pleno pecho. Ya lo rodeaban las luces y los
gritos alegres. Alcanzó a cortar el aire una o dos veces, y entonces una soga
lo atrapó desde atrás.
-Es la fiebre -dijo el de la cama de
al lado-. A mí me pasaba igual cuando me operé del duodeno. Tome agua y va a
ver que duerme bien.
Al lado de la noche de donde volvía,
la penumbra tibia de la sala le pareció deliciosa. Una lámpara violeta velaba
en lo alto de la pared del fondo como un ojo protector. Se oía toser, respirar
fuerte, a veces un diálogo en voz baja. Todo era grato y seguro, sin acoso,
sin… Pero no quería seguir pensando en la pesadilla. Había tantas cosas en qué
entretenerse. Se puso a mirar el yeso del brazo, las poleas que tan cómodamente
se lo sostenían en el aire. Le habían puesto una botella de agua mineral en la
mesa de noche. Bebió del gollete, golosamente. Distinguía ahora las formas de
la sala, las treinta camas, los armarios con vitrinas. Ya no debía tener tanta
fiebre, sentía fresca la cara. La ceja le dolía apenas, como un recuerdo. Se
vio otra vez saliendo del hotel, sacando la moto. ¿Quién hubiera pensado que la
cosa iba a acabar así? Trataba de fijar el momento del accidente, y le dio
rabia advertir que había ahí como un hueco, un vacío que no alcanzaba a
rellenar. Entre el choque y el momento en que lo habían levantado del suelo, un
desmayo o lo que fuera no le dejaba ver nada. Y al mismo tiempo tenía la
sensación de que ese hueco, esa nada, había durado una eternidad. No, ni
siquiera tiempo, más bien como si en ese hueco él hubiera pasado a través de
algo o recorrido distancias inmensas. El choque, el golpe brutal contra el
pavimento. De todas maneras, al salir del pozo negro había sentido casi un
alivio mientras los hombres lo alzaban del suelo. Con el dolor del brazo roto,
la sangre de la ceja partida, la contusión en la rodilla; con todo eso, un
alivio al volver al día y sentirse sostenido y auxiliado. Y era raro. Le
preguntaría alguna vez al médico de la oficina. Ahora volvía a ganarlo el
sueño, a tirarlo despacio hacia abajo. La almohada era tan blanda, y en su
garganta afiebrada la frescura del agua mineral. Quizá pudiera descansar de
veras, sin las malditas pesadillas. La luz violeta de la lámpara en lo alto se
iba apagando poco a poco.
Como dormía de espaldas, no lo
sorprendió la posición en que volvía a reconocerse, pero en cambio el olor a
humedad, a piedra rezumante de filtraciones, le cerró la garganta y lo obligó a
comprender. Inútil abrir los ojos y mirar en todas direcciones; lo envolvía una
oscuridad absoluta. Quiso enderezarse y sintió las sogas en las muñecas y los
tobillos. Estaba estaqueado en el piso, en un suelo de lajas helado y húmedo.
El frío le ganaba la espalda desnuda, las piernas. Con el mentón buscó
torpemente el contacto con su amuleto, y supo que se lo habían arrancado. Ahora
estaba perdido, ninguna plegaria podía salvarlo del final. Lejanamente, como
filtrándose entre las piedras del calabozo, oyó los atabales de la fiesta. Lo
habían traído al teocalli, estaba en las mazmorras del templo a la espera de su
turno.
Oyó gritar, un grito ronco que
rebotaba en las paredes. Otro grito, acabando en un quejido. Era él que gritaba
en las tinieblas, gritaba porque estaba vivo, todo su cuerpo se defendía con el
grito de lo que iba a venir, del final inevitable. Pensó en sus compañeros que
llenarían otras mazmorras, y en los que ascendían ya los peldaños del
sacrificio. Gritó de nuevo sofocadamente, casi no podía abrir la boca, tenía
las mandíbulas agarrotadas y a la vez como si fueran de goma y se abrieran
lentamente, con un esfuerzo interminable. El chirriar de los cerrojos lo
sacudió como un látigo. Convulso, retorciéndose, luchó por zafarse de las
cuerdas que se le hundían en la carne. Su brazo derecho, el más fuerte, tiraba
hasta que el dolor se hizo intolerable y hubo que ceder. Vio abrirse la doble
puerta, y el olor de las antorchas le llegó antes que la luz. Apenas ceñidos
con el taparrabos de la ceremonia, los acólitos de los sacerdotes se le
acercaron mirándolo con desprecio. Las luces se reflejaban en los torsos
sudados, en el pelo negro lleno de plumas. Cedieron las sogas, y en su lugar lo
aferraron manos calientes, duras como el bronce; se sintió alzado, siempre boca
arriba, tironeado por los cuatro acólitos que lo llevaban por el pasadizo. Los
portadores de antorchas iban adelante, alumbrando vagamente el corredor de
paredes mojadas y techo tan bajo que los acólitos debían agachar la cabeza.
Ahora lo llevaban, lo llevaban, era el final. Boca arriba, a un metro del techo
de roca viva que por momentos se iluminaba con un reflejo de antorcha. Cuando
en vez del techo nacieran las estrellas y se alzara ante él la escalinata
incendiada de gritos y danzas, sería el fin. El pasadizo no acababa nunca, pero
ya iba a acabar, de repente olería el aire libre lleno de estrellas, pero
todavía no, andaban llevándolo sin fin en la penumbra roja, tironeándolo
brutalmente, y él no quería, pero cómo impedirlo si le habían arrancado el
amuleto que era su verdadero corazón, el centro de la vida.
Salió de un brinco a la noche del hospital, al alto cielo raso dulce, a
la sombra blanda que lo rodeaba. Pensó que debía haber gritado, pero sus
vecinos dormían callados. En la mesa de noche, la botella de agua tenía algo de
burbuja, de imagen traslúcida contra la sombra azulada de los ventanales. Jadeó
buscando el alivio de los pulmones, el olvido de esas imágenes que seguían
pegadas a sus párpados. Cada vez que cerraba los ojos las veía formarse
instantáneamente, y se enderezaba aterrado, pero gozando a la vez del saber que
ahora estaba despierto, que la vigilia lo protegía, que pronto iba a amanecer,
con el buen sueño profundo que se tiene a esa hora, sin imágenes, sin nada… Le
costaba mantener los ojos abiertos, la modorra era más fuerte que él. Hizo un
último esfuerzo, con la mano sana esbozó un gesto hacia la botella de agua; no
llegó a tomarla, sus dedos se cerraron en un vacío otra vez negro, y el
pasadizo seguía interminable, roca tras roca, con súbitas fulguraciones
rojizas, y él boca arriba gimió apagadamente porque el techo iba a acabarse,
subía, abriéndose como una boca de sombra, y los acólitos se enderezaban y de
la altura una luna menguante le cayó en la cara donde los ojos no querían
verla, desesperadamente se cerraban y abrían buscando pasar al otro lado,
descubrir de nuevo el cielo raso protector de la sala. Y cada vez que se abrían
era la noche y la luna mientras lo subían por la escalinata, ahora con la
cabeza colgando hacia abajo, y en lo alto estaban las hogueras, las rojas
columnas de rojo perfumado, y de golpe vio la piedra roja, brillante de sangre
que chorreaba, y el vaivén de los pies del sacrificado, que arrastraban para
tirarlo rodando por las escalinatas del norte. Con una última esperanza apretó
los párpados, gimiendo por despertar. Durante un segundo creyó que lo lograría,
porque estaba otra vez inmóvil en la cama, a salvo del balanceo cabeza abajo.
Pero olía a muerte y cuando abrió los ojos vio la figura ensangrentada del
sacrificador que venía hacia él con el cuchillo de piedra en la mano. Alcanzó a
cerrar otra vez los párpados, aunque ahora sabía que no iba a despertarse, que
estaba despierto, que el sueño maravilloso había sido el otro, absurdo como
todos los sueños; un sueño en el que había andado por extrañas avenidas de una
ciudad asombrosa, con luces verdes y rojas que ardían sin llama ni humo, con un
enorme insecto de metal que zumbaba bajo sus piernas. En la mentira infinita de
ese sueño también lo habían alzado del suelo, también alguien se le había
acercado con un cuchillo en la mano, a él tendido boca arriba, a él boca arriba
con los ojos cerrados entre las hogueras.
Siglo xx |
Época precolombina |
El muchacho de la moto |
El indígena |
La avenida arbolada |
…….. |
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2-A-Después de leer el cuento de Cortázar, completa
las siguientes actividades.
1- Deduzcan por el contexto o recurran al
diccionario para buscar el significado de las siguientes palabras:
marismas – ceñidor – vivac – venteando
– incienso – opalino – moteca – chaparral – atabales – teocalli – mazmorras
2- Este cuento es: realista – fantástico –
maravilloso.
3- Este cuento comienza con un epígrafe ¿Qué significado
tiene?
4- En este cuento confluyen en un mismo individuo
dos tiempos históricos distintos, dos culturas diferentes. ¿Cuáles son?
5- ¿Qué elementos en común tienen los protagonistas
de ambas historias? (Ej.: los dos transitaban una calzada y desviarse hacia la
izquierda les resulta fatal)
6- ¿Qué diferencias pueden señalar entre una y otra?
(Ej.: el motociclista, a pesar del accidente, se siente seguro, protegido, etc.
El moteca, en cambio, padece miedo y la angustia.)
7- ¿Qué pistas brinda el narrador que permite al
lector descubrir que el personaje es una solo? (Ej.: el motociclista se siente
como si hubiera corrido kilómetros, cuando en realidad el que ha corrido es el
moteca)
8- ¿En qué momento del día ocurre cada una de las
historias?
9- Expliquen a qué alude el título.
10- a)¿En qué persona gramatical
se narra? ¿Qué tipo de narrador es?
b) Este
narrador ¿Emite juicios, explica los hechos, o se limita a narrar estrictamente
lo necesario para que el relato se manifieste a sí mismo?
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Éxitos¡¡¡
Como siempre a su entera disposición. Muchos cariños
martes, 2 de junio de 2020
HISTORIA REGIONAL
Clase numero: 9
Profesora rodríguez maría Anabel
Buenos días alumnos hoy les escribo para expresarle la clase numero 9 espero se encuentren todos bien en sus casas tratando de sobrellevar este difícil momento.
En esta ocasión nos encontramos para recordar una fecha muy
importante el 25 de mayo de 1810.
El cual recordaremos, mediante el estudio de
dos causas, estructurales y coyunturales las cuales a su vez se dividen
en internas y externas
El proceso llamado en mayo de 1810 revolución
de mayo, culmino con la destitución del virrey Cisneros y su reemplazo por la
primera junta integrada mayormente por criollos.
Las causas estructurales: entre ella las
reformas borbónicas la cual se dio cuando el rey Carlos lll logro revitalizar el
imperio español cuando Carlos lv acentuó
la dependencia política respecto de Francia y la subordinación comercial e
involucro al país en las guerras napoleónicas, estas causas llamada
coyunturales fueron dos una interna las invasiones inglesas y otra externa la
caída dela monarquía española.
Llamamos causas estructurales: aquellas que
fueron un conjunto de hechos lejanos pero con una influencia duradera.
Coyunturales: hechos más cercanos a la semana de mayo e
imprevisto
Mediante esta breve reseña recordaremos el 25
de mayo tema que será desarrollado de manera profunda la volver a la clase
presencial.
INTRODUCCIÓN A LOS DEPORTES
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- Con este texto terminamos con el tema del paseo por la historia del deporte